Por la Dra. María del Pilar Bueno*
El presidente Donald Trump anunció que Estados Unidos se retirará del Acuerdo de París. La decisión genera escalofríos y evocaciones de una situación que en este caso no es únicamente un recuerdo de “lo ya visto” sino de lo ya vivido. Haciendo memoria, en 1992, 178 países reunidos en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (Cumbre de la Tierra) realizada en Río de Janeiro, adoptaron una serie de documentos entre los que se encuentra la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC). La Convención entró en vigor en 1994 y desde allí se han realizado anualmente las Conferencias de las Partes como órgano máximo decisorio y donde todas las Partes están representadas. Desde la entrada en vigor de la Convención, se ha procurado su implementación. De este modo, se diseñó y adoptó el Protocolo de Kioto en 1997. Sin embargo, y como es historia sabida, con la llegada de George W. Bush a la Presidencia de Estados Unidos, el país se retiró del Protocolo. Los motivos expuestos fueron la ausencia de compromisos del entonces segundo emisor de gases de efecto invernadero, China, y el hecho de que era un acuerdo caro a los intereses y necesidades de los norteamericanos. Con la tardía entrada en vigor del Protocolo de Kioto en 2005, se comenzó a pensar en un nuevo documento que EEUU pudiera acompañar. La Conferencia de Bali de 2007 fue uno de los hitos, en tal sentido, incorporando los denominados “building blocks” que comenzaron a destrabar un proceso especialmente anclado en la reducción de emisiones –mitigación-. De este modo, se asumió que el cambio climático involucra otros aspectos indispensables, como la adaptación y los medios de implementación necesarios para que los países en desarrollo puedan llevar adelante sus propias acciones climáticas (financiamiento y tecnología). Desde allí, se recorrió un sinuoso camino con muchos traspiés donde la Conferencia fallida de Copenhague de 2009 fue el más conocido, más no el único. No obstante, el 12 de diciembre de 2015, en la 21 Conferencia de las Partes celebrada en Francia, se adoptó el Acuerdo de París. Este Acuerdo tiene la huella de Estados Unidos en cada rincón de sus párrafos. Si bien cada grupo de negociación ganó y perdió cosas con este documento, el formato legal y el sistema de contribuciones generalizado a todas las Partes fueron la base del mutuo entendimiento sino-norteamericano plasmado en un conjunto de declaraciones bilaterales previas a las Conferencias. Era el Acuerdo que tanto Estados Unidos como China podían firmar y al menos, aparentemente, cumplir. Con la llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos, se puso en entredicho la participación del mencionado país en el Acuerdo, esgrimiendo tan solo la segunda causa expuesta en el caso de Kioto. Es decir, que se trata de un acuerdo caro a los intereses y necesidades de los norteamericanos. Bajo ese mismo pretexto, Trump firmó una orden ejecutiva que desmantela las políticas climáticas de Obama que eran el medio para alcanzar la contribución presentada por Estados Unidos a la Convención en 2015. Procurando desentrañar dicho argumento cabe analizar que la transición a un futuro hipocarbónico supone esfuerzos de todos los países, y no solo de Estados Unidos, en términos de reducir la participación de fuentes fósiles en la ecuación energética y la necesaria transición de las fuerzas laborales. No obstante, los puntos de partida deben ser tenidos en cuenta y ese punto en los Estados Unidos es más ventajoso. No vale la pena volver al viejo debate acerca de los derechos soberanos. Estados Unidos puede ampararse en el mismo derecho de Nicaragua y Siria para no participar del Acuerdo de París. Sin embargo, es importante marcar algunas diferencias menos legales y más políticas, así como algunas consecuencias de esta decisión. En cuanto a las diferencias políticas, cabe recordar que Nicaragua en la misma ceremonia de adopción del Acuerdo manifestó no prestar consentimiento en tanto, desde su perspectiva, el Acuerdo era menos ambicioso que la propia Convención. Además, Nicaragua representa un 0,03% de las emisiones globales mientras EE. UU es el segundo emisor global con un 14,4% (CAIT, 2012). La vigencia y la posible efectividad del Acuerdo residían en que, a diferencia de Kioto, París suponía que cada Estado pudiera fijar sus propias metas de acuerdo a sus responsabilidades, capacidades y circunstancias. Sin embargo, el impacto del ejercicio del derecho soberano de este Estado a retirarse, vulnera las posibilidades del resto. Y esas posibilidades se miden en todos los elementos que supone el Acuerdo y que fueron negociados por décadas. Sin Estados Unidos, lograr que la temperatura no se incremente más allá de los 2º será una tarea titánica. Pero además, la arquitectura financiera del Acuerdo asentada en las responsabilidades históricas de los países desarrollados, como EE. UU, que deben financiar las acciones climáticas del mundo en desarrollo, se verá fuertemente menoscabada. Si se están preguntando el por qué de un panorama tan pesimista, la misma pregunta me formulo al escribir esto. Claro que no creo que los hechos esgrimidos deban ser una justificación para dejar de actuar en términos climáticos. Muy por el contrario, esta decisión supondrá una mayor carga para nuestros países que debemos estar dispuestos y preparados para asumir, teniendo en cuenta nuestras propias responsabilidades y capacidades.
*Negociadora del Acuerdo de París por la Argentina